Todo pasa y todo queda
pero lo nuestro es pasar
pasar haciendo caminos
caminos sobre la mar.
(...)
J.M. Serrat
Hay veces que es más fácil y otras veces
más difícil. Escribir es expresar muchas cosas a la vez, y por eso a veces no
resulta tan sencillo.
En algunos momentos, como ahora, da la
sensación de que escribir nunca será suficiente para decir lo que uno quiere,
pero al menos hacer el esfuerzo de intentarlo merece la pena.
Hoy quería hablar de algo complicado, muy
doloroso, de algo que compartimos todos y cada uno de nosotros. Algo en la
mayoría de los casos cruel, siempre injusto, aunque a veces liberador.
Yo escribo actualmente desde la más completa ignorancia en este sentido,
y aún así me es prácticamente imposible expresarme, pocas veces me había pasado
algo así. Bueno, allá voy.
Para vosotras, para él que os acompaña, para los que os ayudan, para ella.
Mundo
Érase una vez una inmensa ciudad llamada mundo. En ella vivían
millones de casas agrupadas en urbanizaciones y a su vez en barrios. Había
casas enormes, pequeñas chabolas, urbanizaciones de lujo, con fachadas llenas
de colorido, balcones y plantas; y otras que, más modestas, formaban hileras de
chalets de igual apariencia por fuera. La región era continuamente sacudida por
terremotos, algunos más grandes, otros más pequeños. Unos más bruscos, otros
que duraban en el tiempo. No había nada que temiesen las casas más que un
terremoto, era un tema de conversación tabú, y siempre se trataba de evitar
pensar en ellos: sabían perfectamente los estragos que podían causar. Casas
grandes, urbanizaciones enteras se habían caído por pequeños temblores.
En un punto de aquella ciudad existía una pequeña casa que no
sobresalía de las demás. Una casa en la que paredes y suelos vivían felizmente.
Y allí estaban los dos pequeños tejados de esa casa. Cada uno hacia un lado,
haciendo esa graciosa forma triangular que tanto caracterizaba a la casita. Con
el paso del tiempo había habido reformas, y había aumentado su tamaño hasta
convertirse en una modélica casa de la urbanización.
La casa era sujetada por dos enormes columnas que sostenían la
techumbre. Gracias a esos pilares, los tejaditos podían mirar qué había más
allá, dormir bajo un manto de estrellas; podían anhelar un futuro en algún
lugar maravilloso de aquellos que describían los pájaros cuando se posaban
sobre los tejados para descansar.
Pero un día se empezaron a oír siseos. No era nada del otro mundo,
pero eran inquietantes. Al cabo del tiempo los siseos se tornaron en susurros,
y de ahí a vibraciones. La casa entera se asustó, pero viendo que no esos
temblores no afectaban a los pilares que la tenían en pie se tranquilizaron.
Entonces un día, ocurrió.
Una sacudida brusca, como las cientos de miles que ocurrían a cada instante en esa inmensa ciudad; pilló desprevenido a ese hogar. Todo se tambaleó peligrosamente y, cuando el suelo volvía a la calma, un pilar cayó. Se levantó una increíble polvareda que penetró en los poros de todas y cada una de las partes de esta casa. El resto de la estructura se sacudió, y toda ella se resignó al derrumbamiento inminente.
Los dos tejaditos se asustaron: Ese pilar era uno de los que los
sostenían allí arriba, tan alto. Esos pilares se habían sacrificado desde el principio
para llevarlos hasta lo más alto. Y ahora, allí, en la cima del mundo, tuvieron
miedo.
Siempre habían visto a esos dos pilares que les dieron vida como
algo que estaría allí para la eternidad. Ni siquiera cuando se empezaron a oír
los siseos bajo tierra se les ocurrió pensar que era posible que ocurriese algo
así. Pero ocurrió. La casa había quedado severamente dañada, y ahora los
tejaditos se mantenían allí entrelazando sus manos para no caer. Estos
tejaditos se miraban cara a cara durante largas horas. Pensaban que no
volverían a ver las estrellas fugaces surcando el firmamento, condenados a
guardar esa posición para evitar la inminente caída. Con el paso del tiempo las
lágrimas les inundarían los ojos al mirar brevemente hacia abajo y ver qué
había ocurrido. Entonces se apretaron mucho más fuertemente para evitar el
derrumbamiento que se avecinaba.
Todas las casas de alrededor se aterraron por la noticia. Pero la noticia fue muchísimo más allá. Los pájaros que tantas veces se habían posado sobre la casa esparcieron la noticia en todas direcciones, y muy pronto se supo la fatal noticia, y lo que podía desencadenar.
Mientras, los dos tejaditos habían dejado de llorar. Sus lágrimas
se habían derramado creando un pequeño charco en el lugar que había dejado la
columna. Pero estos tejaditos no se habían fijado, porque habían cerrado los
ojos. No aguantaban más. Entonces, al cabo de los días, una noche abrieron sus
párpados lentamente y se miraron fijamente. Sin más comunicación que dos
miradas, acordaron soltarse las manos y dejarse caer al vacío. Con una última
sonrisa volvieron a cerrar los ojos, separaron sus dedos y se enfrentaron a la
caída.
No pasó nada.
Pasaron unos breves instantes, y al no sentir ningún impacto, y sentir
que seguían de una pieza, abrieron sus ojos lentamente intrigados, y miraron
hacia abajo una vez más. Lo que allí vieron las hizo llorar de nuevo:
Debajo, unos metros más allá de donde sucedió el desastre, se
levantaba una nueva columna. Pero no era una columna cualquiera. No pretendía
sustituir a la que ya había antes, pues era imposible, sino que era… distinta. Al
recorrerla con la mirada observabas su increíble composición.
En vez de una columna maciza, lo que allí se levantaba era una sucesión
de pequeños elementos de lo más variopintos: desde tejas y pequeños nidos hasta
montones de plumas y serrín. Una pequeña paloma que tantas veces había
conversado con ellos acababa de aparecer por la ventana, y terminaba de colocar
una ramita que acabó de estabilizar la estructura. Los dos tejaditos observaron
el nuevo pilar, tan flamante, tan distinto, pero a la vez tan parecido.
Al escuchar la noticia, esta recorrió largas distancias en apenas
un breve periodo de tiempo. Mundo, esa ciudad que ya se había resignado a los
temblores y al derrumbamiento de tantas y tantas casas, se enfrentó a ellos.
Nada más conocer que los dos tejaditos se mantenían en pie, todos
y cada uno de los habitantes de Mundo aportó su granito de arena en un acuerdo
global que no necesitó palabras para materializarse. Las aves se ofrecieron a
transportar todo, y así pronto Mundo entero quedó volcado en esa casita.
Pájaros de todos los tamaños transportaron grava, tejas y ladrillos que las
casas ofrecían sin parar. Pero también llevaron nidos usados, y sus propias
plumas que habían perdido en las mudas.
Y así, poco a poco, se fue levantando una columna que alcanzó casi
tan alto como donde estaban los tejaditos. Cierto era que esa columna no habría
sido capaz de llevarlos hasta esa altura, ese era un papel que solo pudo hacer
el pilar original; pero al menos pudo sostener el suficiente tiempo a los
tejaditos, que abrieron los ojos a una nueva vida.
***
Mundo era una gran ciudad. En ella vivían millones de casas agrupadas en urbanizaciones y a su vez en barrios. Había casas enormes, pequeñas chabolas, urbanizaciones de lujo, con fachadas llenas de colorido, balcones y plantas; y otras que, más modestas, formaban hileras de chalets de igual apariencia por fuera.
En un punto de aquella ciudad existía una pequeña casa que no
sobresalía de las demás. Una casa en la que paredes y suelos vivían felizmente.
Y allí estaban los dos pequeños tejados de esa casa.
La casa era sujetada por dos enormes columnas que sostenían la
techumbre. Una de ellas, había estado allí desde el principio. La otra era una
columna única en Mundo, una columna hecha de amistad y amor, la clase de
columna que se merecían dos tejaditos como ellos.
Nadie había reparado en el hueco donde algún día se había asentado
la columna que allí había estado tanto tiempo. En ese hueco, que tiempo atrás
había sido inundado con las lágrimas de los dos tejaditos, un pequeño jardín de
malvas y amapolas dotaban al lugar de una nueva vida.
Te ha quedado muy emotivo, está muy bien. Ojalá nunca hubieses tenido que escribir algo así, y no hubiese ocurrido nada de este estilo... :( Lo siento mucho.
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